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La Doctrina del Arbitraje Amplio. Por Eduardo Jiménez de Aréchaga

 Para conmemorar, desde la perspectiva internacional, los 100 años de EL DÍA* es apropiado reseñar brevemente el aporte fundamental que este diario, y los hombres de este diario, han hecho a la doctrina internacional que mejor define y prestigia a Uruguay en el escenario internacional. Esa doctrina se consagra y condensa en el primer inciso del artículo 6to de nuestra Constitución que dice: “En los tratados internacionales que celebre la República, propondrá la cláusula de que todas las diferencias que surjan entre las partes contratantes serán decididas por el arbitraje u otros medios pacíficos”.

 En anteriores ocasiones he tenido oportunidad de comentar la histórica propuesta de Batlle en la Conferencia de La Haya de 1907, sobre la imposición del arbitraje en forma compulsoria a fin de resolver pacíficamente y con arreglo a Derecho todas las controversias internacionales.

 Esa propuesta, demasiado avanzada con relación a su tiempo, no fue acogida por la Conferencia aunque ha servido de antecedente y fuente de inspiración a disposiciones del Pacto de la Sociedad de Naciones y de la Carta de Naciones Unidas.

 Pero hoy es oportuno recordar cómo, de regreso en su país, y en su segunda presidencia, Batlle junto con su ministro de Relaciones Exteriores, Baltasar Brum, llevaron a la práctica esas ideas, proponiendo ambos lo que se llamó entonces la doctrina del arbitraje amplio o irrestricto y obligatorio.

 La característica común de los tratados celebrados en esa época, con Italia, Reino Unido, España, Bolivia, Perú y Brasil, es la de imponer la obligación de arbitrar en forma genérica, para toda clase de controversias entre Estados, con una sola excepción que señalaré más adelante.

 Esto significó un apartamiento de la tesis entonces dominante en la doctrina y en la práctica, que admitía ciertas excepciones que, en realidad, tornaban potestativo el pretendido arbitraje obligatorio, fundamentalmente la cláusula tradicional que excluía las cuestiones que afectaran el honor o los intereses vitales de una de las partes. Decía con acierto Brum en un debate parlamentario de altísimo nivel, en el que tuvo como contradictores a Juan Andrés Ramírez y Luis Alberto de Herrera, que esas reservas “siempre de pretexto para rehuir el cumplimiento del arbitraje pactado”, ya que una parte puede, de mal fe, alegar “que materia controvertida está incluida entre las excepciones”

 En el Senado, Juan Andrés Ramírez proponía añadir la excepción de las “cuestiones que afectan los preceptos constitucionales”, o sea la reserva que figura en nuestro tratado con Argentina de 1910.

 Brum se opuso sosteniendo que esta fórmula “se presta admirablemente al sofisma y sirve para cubrir la mala fe si un país poderoso quiere negar a otro menos fuerte el arbitraje pactado”.

 La verdad es que incluir esta reserva significaba mantener las excepciones tradicionales del honor y los intereses vitales. Al ratificarse el tratado entre Uruguay y Argentina decía el jurista argentino Joaquín V. González, autor de la fórmula, que mediante esta cláusula quedaban fuera del arbitraje las cuestiones que afectasen el honor, los intereses vitales y todo lo irrenunciable. Otra deficiencia de esta cláusula es que su apreciación, por su naturaleza, queda librada en forma exclusiva y discrecional al propio Estado interesado.

 Señalaba Brum en ese debate parlamentario que dentro de la Constitución figura la integridad territorial y, por lo tanto, los límites del país, y sin embargo las cuestiones de límites son las que más se han prestado a la solución arbitral. Hacía notar asimismo que las Constituciones se pueden modificar unilateralmente y por lo tanto sería fácil introducir en ellas los asuntos que más conviene excluir del arbitraje.

 En ese debate parlamentario el Dr. Luis Alberto de Herrera interrumpió para decir que “en Sudamérica el arbitraje ha sido un total fracaso” reiterando su escepticismo sobre ese medio de solución pacífica.

 Brum contestó señalando que la observación era exacta para los tratados de arbitraje limitado, pero injusta si se extendía a esa innovación de los tratados de arbitraje amplísimo.

 Agregaba Brum que “no celebrar tratados de arbitraje porque pueden ser violados es una puerilidad insostenible. Hay tratados violados, pero hay muchos más cumplidos y las relaciones de la vida internacional han ido consolidándose como régimen de derecho, debido a los intereses pacíficos, que son los únicos que armonizan con el bienestar de las naciones y el progreso de la humanidad”.

 Con admirable caballerosidad reconoció Ramírez que el discurso de Brum “hace honor a nuestro Parlamento, cualquiera sea el criterio científico con que se le juzgue”.

 La única excepción que admitían Batlle y Brum para el arbitraje era en caso de conflictos entre un Estado y nacionales del otro, amparados por la protección diplomática. Se estipulaba como norma en ese caso que el arbitraje “no será aplicable a las diferencias que se suscitaren entre un ciudadano o súbdito, sociedad o corporación de una de las partes, y el otro Estado contratante, cuando los jueces o Tribunales tengan, según la legislación de ese Estado, competencia para juzgar dicha desavenencia”. Quedaba así a salvo la jurisdicción interna y la exigencia del previo agotamiento de los recursos internos.

 Pero en el pensamiento de Batlle y de Brum la exclusión del arbitraje en estos casos no era absoluta.  Era menester que los tribunales nacionales se expidieran dentro de un plazo razonable, ya que esa exclusión del arbitraje desaparecía en caso de denegación de justicia, o de retardo excesivo e inmotivado, equivalente a una denegación.

 Sostuvo Brum en el Parlamento que no puede aceptarse la injerencia de un Estado extranjero en la administración de justicia nacional, pero, en cambio, lo que puede exigir ese gobierno extranjero es que no se incurra en omisión de fallar, o en retardo equivalente a tal omisión, o que la justicia local no se haya dejado llevar por la influencia de pasiones políticas.

 Perfeccionando este mecanismo proponía Uruguay, en 1923, en la V Conferencia Panamericana de Santiago de Chile y también en la 6ta Conferencia de La Habana de 1928, por intermedio de otro hombre de EL DÍA, el Dr. Amézaga, que se estipulara que “sólo procederá el arbitraje en caso de denegación de justicia”.

 Y se agregaba que, en caso de surgir una discrepancia acerca de la existencia de tal denegación, el propio tribunal arbitral sería el llamado a resolverla, eso sí, decidiendo el punto como cuestión de previo y exclusivo pronunciamiento, a fin de determinar si era o no competente para abocarse al fondo del litigio.”

*Extraído de suplemento especial por los 100 años del diario El Día, año 1986. escrito por Eduardo Jiménez de Aréchaga. 

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