EL BLOG DE FEDE LAGROTTA

Fede Lagrotta

Historias y reflexiones de Uruguay

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Domingo Arena – Cuadros Criollos – Un baile en la frontera.

A continuación un fragmento del siguiente libro: ARENA, Domingo; Cuadros Criollos y escenas de la dictadura Latorre. Editorial: La Bolsa de los Libros, Montevideo. 1939. Páginas: 53-65.

UN BAILE EN LA FRONTERA

«Terminaba un día de enero ferozmente cálido, durante el cual la paja algo nueva que cubría la casa en que vivo, se había retorcido al exhalar el último suspiro bajo aquel ardiente sol que le devoró su más escondido resto de savia, el último aliento de su acabada vida. Las sombras se iban levantando poco a poco de los bajos para llenar el horizonte todo. Una mancha rojiza, inmensa e irregularmente recortada aparecía en el oeste, asomando por encima de las negras y azuladas cuchillas como las llamaradas de un incendio lejano; y el vientecillo que venía de aquella dirección parecía empapado de su calor, pues calentaba las carnes como el vaho de un horno en función.

Me preparaba a pasar las horas que siguen al crepúsculo, sintiendo que la tristeza que se infiltra siempre en el ser en tales momentos, iba a ser más profunda, más abrumadora, como si en esa noche la voz de la soledad de los campos, sonara con más fuerza que nunca dentro de mí, cuando noté un movimiento inusitado en los peones del establecimiento. Pregunté y supe que se aprontaban para ir a un baile a casa de la vieja Pancha.

Vamos, aquello era salvador. Nada mejor que aquel baile para sacarme del aburrimiento en que me sumía; y así sin titubear, mandé ensillar mi caballo, resuelto a dedicarle la noche a un espectáculo que tenía ya bastante olvidado. La noche era oscura y el cielo, aunque sin nubes, estaba gris cubierto por una tenue neblina, al través del cual se veían las estrellas oscurecidas sí, pero hermoseadas como se ven hermoseados los ojos de las mujeres, al través de esos tenues velos que a veces les cubren el rostro. Trotamos por un camino muy pedregoso unas tres leguas, hasta que descubrimos en un pequeño valle, cerca de un arroyito, una luz que salía por la puerta de un rancho y por muchos agujeros desparramados en la pared.

Era el rancho de la vieja Pancha en donde iba a darse el baile.

Cuando llegamos, vi retozar por los alrededores de él, cuatro o cinco muchachos, chiquitos, que parecían otros tantos aperiás jugueteando alrededor de la cueva. Nos apeamos, y al grito de adelante, entramos, después de encorvar bastante el espinazo para pasar por la baja puerta, en una pieza bastante ancha, de terrones sin revocar y cubierta de paja ennegrecida por el tiempo.

No tenía más aberturas – no contando los agujeros, se entiende – que la puerta que daba al patio y otra que comunicaba con un cuartito que se veía negrear como si encerrara tinieblas condensadas. Un humeante candil mal parado sobre una mesita cubierta con un hule desgarrado, alumbraba la sala y a su luz vacilante la negrura de las irregulares paredes impresionaba pavorosamente el ánimo. Al lado de la mesa se veía un barrilito de agua con un jarro encima; en un rincón colgaba del techo una bota vieja; junto a un gancho de madera un sombrero de paja lleno de cintas coloradas, colgaba de la pared en el frente opuesto; y en otro rincón sobre una tablita que hacía de rinconera, estaban revueltas muchas baratijas, entre las que descollaban dos velas de sebo envueltas en papel de estraza. Los asientos los formaban un banco, dos sillas desvencijadas y dos cajones. Adentro el calor sofocaba. Salí, tendime en el recado cerca de la puerta del rancho y desde allí resolví asistir a la extraña fiesta.

Sentado en el rincón más próximo a la puerta estaba el músico; pero no era el músico criollo templando su armoniosa guitarra, pues la degeneración del gaucho en nuestra frontera al ponerse en contacto con otras razas, y por consiguiente con otras costumbres, lo ha hecho olvidar casi por completo su querido instrumento, que parecía creado expresamente para él, y era el único que sabia reflejar las vibraciones de sus sonoras cuerdas, la dulce melancolía de su carácter viril. El que estaba allí, tocaba sólo el acordeón, que es lo más detestablemente prosaico y barullento que se conoce, y en aquel momento se esforzaba por arreglar uno que parecía hallarse en muy mal estado.

En esto aumentaron la luz pegando una vela encendida contra la pared y salieron como de una cueva seis u ocho mujeres, entre chinas y morenas, y como ya los bailarines, que se habían anticipado bastante, esperaban con impaciencia, las “barajaron” antes que tuvieran tiempo de sentarse y empezaron a pasearlas por la sala.

Entonces el pequeño acordeón, que respiraba por las muchas heridas de su viejo fuelle, moduló una polka con sonidos débiles y destemplados, sólo comparables a los lloriqueos de un niño soñoliento y enfermizo a quien las molestias de su mal no dejaran dormir.

Ayudaba sus débiles notas el músico entonando una canción con voz no menos llorona que la del mismo acordeón, y acompañaba el compás con fuertes y continuos zapateos.

Al compás de esta desacompasada batahola, las parejas bailaron sin descanso, jadeando un rato. Las mujeres vestidas con trajecitos de colores chillones y calzando, algunas alpargatas viejas, y los hombres, más variados, unos con botas, otros con pañuelos de distintos colores, atados al cuello de muchas maneras.

Y por mucho tiempo siguieron la interminable pieza, callados, con los rostros sudorosos, apretándose sin lástima, respirando aquel aire caldeado por sus ardientes alientos, enturbiado más y más por el polvo que se levantaba, y en el cual al poco rato, la vela y el candil, brillaban en medio de una aureola como los faroles de la calle en una noche de cerrazón.

Acabada la polka corrió de mano en mano una copa sin pie llena de caña, destinada a dar aliento a los bailarines y en seguida, como si no quisieran perder un minuto, empezaron un schotis entre alegres insinuaciones.

Y aquí vuelta el acordeón a sus chillidos, el músico a su monótono canto y las parejas a sus vueltas continuas. Ahora bailaban también los chicos de ocho a diez años, y con la apertura, en medio de la semioscuridad, parecían perdidos entre las piernas de los grandes.

Había un detalle más: se colocaban en rueda para ir cambiándose las parejas entre sí, y éstas, a cada dos vueltas de la pieza, y al grito de “nos juntamos” se abrían; hombres y mujeres daban una voltereta silenciosos y mamarrrachientos como extraños títeres, para enseguida ir a caer las unas entre los brazos tibios y sudorosos de los otros.

Y así siguió el schotis también largo, interminable, y acompañado por el monótono canto, que no cedía un momento; y siguió repitiéndose a intervalos regulares, al soltarse las parejas, el mismo grito de “nos juntamos”, tan vigoroso como antes, pero más opaco, enronquecido como si el fino polvo que nadaba en el aire, quisiera poco a poco tapiar la laringe que lo producía.

Cuando se acabó el schotis todos sentaron sus parejas y salieron a respirar afuera, largando de paso algunas pullas al músico por las dimensiones de sus piezas. Sólo uno se quedó paseando a su compañera en la sala, mientras se enjuagaba el sudoroso rostro con un pañuelo colorado de algodón.

No contando el tipo de galanteador cargoso, que nunca falta en tales bailes, representado aquella noche por un indiecito joven que hablaba hasta por los codos, mientras se pellizcaba el labio superior en las ansias de acariciarse un bigote que tardaba en aparecer; aquella pareja que arrullaba era la única que había llamado la atención desde el principio. El, un mocetón grande y macizo como una estatua de bronce, caminaba despacio, haciendo resonar el piso con el golpear de sus grandes pies calzados con botas gruesas. De su brazo robustísimo parecía colgar la compañera, menuda, flexible, con cara ovalada de ojos grandes y muy abiertos, que centellaban no tanto por el fulgor de sus pupilas, sino por la blancura mate de sus córneas, que resaltaban como dos hermosos tonos de albayalde, perdidos en la bruñida negrura de sus lindas facciones. El esmalte de sus dientes muy blancos también, asomaba a los labios finos y oscuros de su boca pequeña, que bien delineada se extendía al abrigo de su nariz de alas abiertas, y además, con su seno bien levantado, y sus motas finas, lisas y onduladas, recogiéndose con cuidado sobre la nuca en el supremo esfuerzo de formar un moño, era a pesar de su color, la mejor estampa de la reunión, y la única que a haber trono, tuviera el derecho de ocuparlo como reina de la fiesta.

Al mirarlos, sentía cierto contento, viendo todo lo que se reflejaba en la enamorada pareja. Lucas, que así se llamaba él, no la soltaba un momento, y como si quisiera tenerla más segura mientras bailaba, al par que la estrechaba amorosamente con su brazo, inclinaba hacia ella su corpacho, y seguía así los compases del acordeón, con la barba casi hundida en las motas de Goya, y cuando durante el schotis tenía que soltarla, para los dichosos cambios de par que él maldecía, lo veía bailar nervioso, con la lustrosa cara contraída, revolviendo sus chispeantes ojos para seguirla por todas partes, hasta que daba la vuelta, la volvía a tomar con ansia entre sus brazos y la estrechaba contra si con fuerza como si quisiera quebrarle el espinazo.

Se hablaban mucho, pero no era posible oír lo que se decían con aquel ruido. Sólo en un momento en que el acordeón calló, y en el que yo estaba cerca de la puerta, pude entender que decía Lucas muy amostazado:

                -y sé por qué la vieja te mezquina tanto; si… ya sé que te tiene reservada pa el gallego ese – y mirando para afuera, agregó: – si afilate no más, pa comerte las uñas, que lo que es a Goya ni aunque te mames y…

El resto se perdió en el ruido.

Recién entonces me fijé en la vieja Pancha y en otra vieja, su vecina, acurrucadas a un lado y otro de la puerta, desde donde miraban tomando mate y conversando. Cerca de ellas, sentado en un banquito y con la mejilla apoyada en su mano estaba un hombre mirando con cara de aburrimiento. Era el que Lucas apuntaba llamándole ese “gallego”.

En ese instante miró el cielo como si le preguntara la hora que sería, y en seguida dijo con un poco de impaciencia:

                – Tía Pancha, ¿no le parece un poco tarde y que es hora de que cese?

                – No sea así, Ramos! – contestó la vieja. Entonces porque Ud. No baila? Deje, hombre, que los muchachos brinquen!… y dando vuelta la cara miró para la sala otra vez, y chupó la bombilla de su gran mate, que con un fuerte “gru-gru” anunció que ya estaba vacío.

Volví a acostarme sobre el recado. Ya era tarde y la luna, como una gran tajada de una media esfera enrojecida, escalaba con brío el cielo, coquetamente arrebujada en un girón de niebla y apagando a su paso a las estrellas. Ya sus rayos bastante debilitados por el estado de la atmósfera, bañaban el rancho y penetrando por la puerta y las muchas rendijas de las paredes, disputaban al candil y a la vela el derecho de alumbrar la sala. Poco a poco mis ojos se cerraron, cansados de mirar aquel cuadro monótono, desfilando invariable por delante de ellos y los lloriqueos del acordeón después de haberme aturdido, parecieron transformarse en un blando “arroró” que me adormeció.

II

Me despertó una fuerte bofetada de viento que había recrudecido de repente. En seguida oí un gran ruido cerca de mí, – un ruido de trilla -, era el baile que lo había olvidado en medio del sueño. Quedarme afuera se hacía insoportable, y a mi pesar tuve que entrar en la sala.

 En medio de aquel aire ya fétido y más turbio que nunca, donde hasta las dos luces bailaban amenazando apagarse con los soplidos del viento que entraba por las rendijas, la animación era mayor; rayaba en febril. La causa era, que la copa sin pie ya no corría como antes la sala, pasando de mano en mano. Ya había acabado su tarea trasladando toda la caña que había desde las botellas al cuerpo de circunstantes, y era aquel alcohol ardiente dentro de sus venas cuyas pálidas llamaradas ardían en los ojos de casi todos, el que producía aquel inusitado entusiasmo.

 Los músicos – pues ya no era uno – estaban principalmente poseídos de él. El acordeonista se revolvía como un energúmeno sobre el banco para su continuo zapateo, hinchadas las arterias del cuello por el incansable cantar, aporreando entre sus gruesas manos el acordeón que chillaba más desesperado. Su compañero, un pardito que no le iba en zaga, había arrollado una carona en forma de embudo y soplaba en aquel extraño instrumento que llamaba trombón, produciendo un bom, bom, infernal, desacompasado, y que sin embargo servía, de lo que estaban todos convencidos para marcar mejor el compás de la pieza. Los bailarines estaban igualmente enardecidos; sólo Lucas y Goya seguían tranquilos, como siempre agarraditos, bailando apretados, el uno con la barba metida entre las finas motas de la otra y cuchicheando como antes con animación y sin dejarse oír.

 El deseo que todos tenían de bailar a la vez, y la falta de espacio para el desahogo suficiente, impusieron la necesidad del orden, y para sostenerlo, la creación de un bastonero. Por unanimidad, recayó el nombramiento en un indio descarnado, que parecía muy entrado en años por la rala y cerdosa barba ya encanecida, y que desde época inmemorable desempeñaba ese puesto en todos los bailes del pago, en muchas leguas a la redonda. Y el bueno del tío Maneco le había tomado tanto cariño a su cargo, que se hubiera dejado tajear en cualquier parte, antes que verse desposeído de él en un baile donde asistiera.

En un decir Jesús – como ellos decían – organizó la manera de llenar debidamente sus funciones. Al empezar cada pieza, hacía formar las parejas, las enumeraba cuidadosamente, uno, dos; uno, dos; y después con voz de jefe bastante entonada, gritaba: “bailen primeros y siéntense segundos”; para enseguida, cuando le parecía haber transcurrido tiempo bastante, se levantaba, se levantaba si estaba sentado, y gritaba siempre con el mismo tono y la misma voz: “siéntense primeros y bailes segundos”.

Inútil es decir que todos obedecían sin replicar. Es que sabían que el tío Maneco “aguantaba pocas pulgas” y que las pocas veces que alguien “le había hecho poco caso” se había “retobao”, sacándolo del baile a empujones o “cantándole el lomo a planchazos” con el facón que nunca se “le caía de la cintura”.

 A pedido general empezó una polka con relación. Después de un momento de baile, formaron todos una rueda aferrándose por las manos. De rato en rato, unas después de otras, las parejas entraban al medio, bailaban allí un momento, y después de un “alto de la música”, se decían entre sí uno de esos versitos tontos, que nunca vienen al caso, que se vienen repitiendo siempre los mismos, desde que se usa entre ellos la polka como relación, y que se van afeando en su estructura al pasar de unos a otros como las prendas de vestir que se estropean con el uso. Llegó el turno a Lucas: se paró la música; y echado para atrás, balanceando de un lado para otro su corpacho, y muy conmovido, dijo su verso a tropezones, como si sus palabras tiritaran al asomar a su ancha boca. El verso fue tan tonto como los otros; le llamó cabellos dorados a sus renegridas motas; pero a la pobre Goya le pareció tiernísimo; tembló toda como si se le volcara el corazón dentro del pecho y no contestó. Quedó tan turbada, que de los muchos versos que sabía no contestó ninguno, y hubo que “desempeñarla”; haciéndolo con mucho acierto, una chinita que les había seguido la pista toda la noche.

Ya el viento bramaba entonces con fuerza y los bailarines, hasta entonces indiferentes, no pudieron menos que notarlo. La madrugada, a pesar de la luna, la oscurecían grandes nubes que se iban acumulando en el cielo. En eso, el viento que entraba por las rendijas apagó la vela, y sólo el candil, más resistente, derramaba trabajosamente su humeante luz en medio de aquel ambiente espeso, consiguiendo alumbrarlo apenas.

Siguieron bailando. Un momento después, la puerta enloquecida a puñetazos por el viento, quería saltar del marco; hubo que sujetarla con el banco. Sonó un bramido más fuerte y tembló el rancho todo, como si el coloso hubiese empujado esta vez con todo su cuerpo. Se quedaron a oscuras; el acordeón lanzó su último quejido y algunas de las parejas se quedaron abrazadas, tal vez esperando la luz para seguir; pero el candil no fue posible encenderlo.

 Entonces por orden de la vieja Pancha se dejó de bailar; las mozas se retiraron al cuarto y los hombres se quedaron en la sala, esperando que el viento amainara o que amaneciera.

 Ya no sólo era la puerta la enloquecida; la casa misma amenazaba volar en medio de aquel torbellino que había tomado las proporciones de un huracán. De fuera no se oía en aquella baraúnda, más que los aullidos lastimeros de algunos perros y el ruido ensordecedor del monte vecino de donde los árboles sacudidos y crujientes, chocando entre sí sus verdes cabezas hasta destrozárselas, lanzaban al aire su poderoso gemido que no conseguían apagar los alaridos rabiosos del viento.

 Aquello duró una hora, tal vez ni tanto. Cuando calmó un poco, la vieja que estaba impaciente sin saber porqué, se apresuró a encender la luz, y con ella en alto, miró toda la pieza. No vio a Goya. Gritó dos veces, ¡Goya! ¡Goya!, pero nadie le contestó.

Se quedó parada un momento pasándose la temblorosa mano por la frente humedecida por el sudor, pensativa, mientras en sus flacas facciones se pintaba el espanto, en menos tiempo del que se necesitara para que una sola idea surgiera de su cerebro.

En seguida toda temblorosa, corrió hacia la sala; y en el dintel de la puerta, estirando el brazo levantado que llevaba la luz y buscando con los despavoridos ojos algo que no hallaba, gritó con voz ronca: ¡Lucas! ¡Lucas!, sin que tampoco nadie contestara.

Entonces dejó caer la vela que se apagó chisporroteando; se acurrucó sobre sus piernas en el apostura que le era habitual; escondió la cara entre las manos, y dijo en medio de sollozos roncos y prolongados, que parecían reforzarse resonando dentro de su pecho cavernoso; – ¡ Ah, Lucas… trompeta… bandido— me has robado mi Goyita!

 En efecto; la pareja que tanto se arrullaba, había desaparecido sin saberse cómo; parecía que el viento se la hubiese llevado.

De repente a la luz de un gran relámpago, retumbó un trueno prolongado, terrible, como si la bóveda del cielo herida por su mismo rayo se desplomara en pedazos. Un escalofrío de espanto dominó a todos. Después cayó un aguacero inmenso, un verdadero diluvio; y a la vista del agua tan apetecida, aquellos hombres a quienes tenía sumidos en profunda tristeza la desgracia de la vieja Pancha, la abandonaron para abandonarse a una alegría egoísta; la de ver salvados sus intereses con la desaparición de la seca que hacía algún tiempo estragaba los campos. Uno de entre ellos, el que más abatido se mostraba al principio, fue el primero que rompió el largo silencio, restregándose las manos de contento y diciendo:

         – ¡Qué suerte, al fin nos vemos libres de esta maldita seca! –

Y mientras festejaba la lluvia que caía con tanta fuerza como para aplastar el rancho, la pobre vieja seguía acurrucada, con la cara escondida entre las manos, llorando la pérdida de su querida hija, único retoño vigoroso de su ser, que la convidara a vivir su existencia en ruinas….!»

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