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Fede Lagrotta

Historias y reflexiones de Uruguay

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Historias y reflexiones de Uruguay

La constitución de 1830 por Juan E. Pivel Devoto.

El país contaba, pues, con una constitución. No era la primera en el tiempo.

CAPÍTULO II. LA CONSTITUCIÓN DE 1830*

*PIVEL DEVOTO, Juan – RANIERI DE PIVEL DEVOTO, Alcira. Historia de la República Oriental del Uruguay 1830-1930. Segunda edición. 1956. Páginas: 30 a 36.

“(…)

II

 El país contaba, pues, con una constitución. No era la primera en el tiempo. La época revolucionaria había presenciado el desfile de varias cartas constitucionales en la provincia; la constitución española de 1812 que se juró en Montevideo en ese año; el proyecto de Constitución Artiguista inspirada en la de Massachussets de 1779; la portuguesa de 1820 y la brasileña de 1824; juradas en Montevideo y en la provincia en 1821 y 1824; la unitaria de las Provincias Unidas de 1826, aceptada por la Provincia en 1827.

 Habían sido todas constituciones extranjeras, que se imponían al país por circunstancias excepcionales, (a excepción del proyecto artiguista, entonces olvidado o ignorado por la mayoría). La de 1829, en cambio, era una constitución elaborada por orientales, para emplearse en el estado independizado. ¿En qué medida respondía a las necesidades del medio?

 Indudablemente, legislar en América era empresa difícil; para nuestro país, particularmente difícil, ya que salía de una terrible crisis provocada no sólo por la revolución, sino por las dominaciones extranjeras. Esto, sin añadir el carácter individualista, rebelde por instinto, de nuestro pueblo, que en 1811 Juan José Paso había llamado “desatinadamente libre”.

 Sin llegar a culpar a la constitución de las guerras civiles y perturbaciones políticas, es indudable que la obra de los constituyentes tenía defectos teóricos e injusticias.

 No estableció un régimen feliz para la elección del primer magistrado. Al conferir esa elección al Cuerpo Legislativo, subordinó las funciones legislativas de éste a las electorales y contribuyó a privarlo de la alta jerarquía que debía revestir como creador de la ley.

 No evidenció claridad de ideas en lo que se refiere al problema de la libertad religiosa.

 La Constitución de 1830 fue injusta al privar de la ciudadanía a los sirvientes a sueldo, peones y jornaleros y analfabetos, que tanto habían contribuido a la independencia del país.

(…)

 La Constitución de 1830 podrá no haber reflejado enteramente nuestra realidad pero sin duda – y esto es fundamental – revistió para los orientales los caracteres de un símbolo. Los constituyentes supieron rodear a la obra de 1830 de un sentimiento casi místico que convirtió aquella carta en algo sagrado a los ojos de los pueblos: “el código fiel” colocado siempre por encima de los partidos en la intención de los hombres; exaltado en la literatura política de la época como el mayor legado de nuestros próceres, invocado por los caudillos y por los hombres de principios, por el gobierno y el pueblo, cada vez que llegaba el momento de deponer las armas tras la revolución que había colocado al país al margen de sus disposiciones. Se remitía siempre la solución de los problemas nacionales, al espíritu de concordia del código de 1830.

 Los hombres que lo redactaron encontraron una patria ya conseguida por el esfuerzo de los caudillos de la revolución y casi totalmente estructurada por las asambleas de 1826 y 1827; realizaron, pues, solamente la obra del formulismo jurídico necesaria para que el país actuara en la esfera internacional e interna, con los órganos de gobierno adecuados y bajo el precepto severo e indestructible de la ley. Al cumplir esta labor sin pretensiones de originalidad, según la reiterada declaración de los constituyentes, tuvieron también sus aciertos. Es justicia señalarlo luego de haber puntualizado los errores. Actuaron en general en un plano liberal y avanzado, reflejo de las ideas revolucionarias, consagrando la igualdad y la seguridad personal, la inviolabilidad de las propiedades, el derecho de petición, el libre ejercicio de toda clase de industria, agricultura y comercio, la libertad de prensa, la inviolabilidad de la correspondencia y del domicilio, en el orden de los derechos individuales; y en la distribución de los poderes, creando un verdadero poder parlamentario, mediante la organización de un legislativo con atribuciones amplias, con inmunidades que asegurasen su independencia funcional y una estructura adecuada para evitar influencias nocivas. Algunas de estas últimas garantías ya habían estado organizadas en la provincia, pero en la Constitución ella se relacionan con un conjunto de medidas tendientes a asegurar un funcionamiento regular y pleno del parlamento. Todos estos principios que hoy nos parecen una simple deducción lógica, eran en cierto modo una experiencia atrevida de aquella hora de reacción anti – revolucionaria, organizada por la cuádruple alianza. Recién en 1830 se rectificarían en Francia los lineamientos ultra conservadores de la carta de 1814; en 1831 comenzaría a formular sus ardientes reivindicaciones el risorgimento italiano; en 1832 Inglaterra modificaría por una ley electoral su entonces anacrónica estructura parlamentaria. Todavía en 1833 la alianza absolutista, aunque restringida, habría de intentar el último colapso para reorganizar a Europa bajo el férreo sistema del orden. En América las perspectivas de la hora señalaban asimismo una declinación de los principios liberales sustentados desde 1810; y un fracaso en todos los intentos de organización constitucional. Tras la crisis de la Convención de Ocaña, se disgregaba entonces la Gran Colombia; Perú y Bolivia  no habían sabido hallar una solución para sus problemas, en los principios bolivarianos de 1826; Chile, después de renovados intentos para darse una organización jurídica se encaminaba hacia el régimen que habría de culminar en la dictadura de Diego Portales; las Provincias Unidad del Río de la Plata, fracasadas la Constitución de 1826 y la Convención de 1828, vivían una hora incierta sin haber logrado tampoco la unidad política que debía preceder al orden jurídico; el Imperio del Brasil se debatía en la lucha interna que originó la abdicación de Don Pedro Primero. Así, pues, en medio de estas crisis del pensamiento y de la acción, los hombres de 1830 nos aparecen llenos de fe, dominado el escepticismo de la hora con aquel fervor de principios y la confianza en el poder del derecho que habían sido el signo distintivo del ideario político del siglo XVIII y que ya habían trasuntado en el momento inicial de la revolución. Acaso sea éste el rasgo más digno de ser destacado porque no fue solamente privilegio de quienes redactaron el código político; participaron de él todos los hombres de la época, civiles y militares, doctores y caudillos. Estos últimos, que prepararon el advenimiento de la Asamblea e hicieron posible su labor, supieron aceptar en actitud respetuosa y ejemplar la disposición que les excluía del parlamento. Los nombres de Lavalleja, Oribe y Rivera, que personifican las influencias más prestigiosas de la hora, están identificados con el pensamiento político de 1830, hay que reverenciar la abnegación del pueblo heroico que desde el éxodo había perfilado la comunidad política, y la de sus conductores que la habían hecho respetar y que acataron su eliminación de las instituciones para que la obra cívica pudiera realizarse plenamente.”

 

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