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Fede Lagrotta

Historias y reflexiones de Uruguay

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Historias y reflexiones de Uruguay

Historia de la estatua Gattamelata (la de Av. Italia), su viaje a Montevideo y su desaparición por Manuel Flores Mora.

La historia que intento resumir en el curso de esta nota es de naturaleza esdrújula…

Manuel Flores Mora (Maneco). República Oriental del Uruguay – Cámara de Representantes. Montevideo 1986 – Tomo I. Págs. 225-228. Para Correo de los Viernes.

“18 de enero de 1985

Historia de la estatua ecuestre desaparecida

Enigma para Intendentes

La historia que intento resumir en el curso de esta nota es de naturaleza esdrújula. Tirando más bien a surrealista. Y con un fondo en esquizofrenia.

Es una historia que comienza, propiamente, en el año 1401; digo 1401 porque ese año es tenido, en general, como el que corresponde al comienzo o la deflagración del Renacimiento. Y que termina, bueno, no sabemos cuándo porque todavía no ha terminado.

Roma, 1958

La primera vez que estuve en Roma era enero de 1958. Yo había participado como delegado de Uruguay en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York. A su término, mediado el mes de diciembre y antes de volver a Montevideo, conseguí escaparme hasta Europa y recorrer, a velocidad cercana del sonido, sus principales capitales. No había mucho tiempo que perder visitando embajadores uruguayos y a más de uno me lo salteé como correspondía. En Roma, sin embargo, fui a saludar al que tenía fama de más áspero y menos simpático de todos. Era el contraalmirante Rivera Travieso y no visitarlo era imposible. Hijo del Dr. Carlos Travieso, presidente del Centro de Estudios Rivera y legendaria figura de las Guardias Nacionales vencedoras en la contienda de 1904, los Travieso tenían derecho a tributo constante de respeto.

El embajador, contraalmirante por otra parte, me recibió enojado, no conmigo, claro está, sí con el Uruguay que de alguna manera yo representaba para él, puesto que, embajador y todo, él estaba el año entero en Roma mientras que yo pertenecía al vernáculo desconocimiento criollo, acampado con desprolijidad en esta margen del Plata.

El embajador estaba furioso con razón. Recogiendo un vasto clamor cultural y de opinión, el gobierno italiano acababa de sancionar normas por las cuales quedaba definitivamente prohibido sacar de Italia copias de sus grandes obras de arte. Cosas como el Colleoni o el David, para citar dos notables ejemplares existentes ya en Montevideo, no se repetirían en el futuro. Y las motivaciones italianas eran tan evidentes como justas. Nacía sobre el mundo ese fenómeno cultural pero sobre todo económico que se llama turismo. Parecía casi legítima defensa que un país reservara sus tesoros de modo que todo el que quisiera verlos tuviera que trasladarse a su territorio. Quiero decir – y quería decir el contraalmirante Travieso – que esa prohibición decretada meses atrás estaba llamada sin duda a tener una vida tan eterna como la misma Roma.

El embajador Travieso sin embargo, había encaminado heroicamente una gestión exitosa vinculada con el Gattamelata, la obra maestra de Donatello. En efecto, Uruguay había encomendado años hacía una copia de ese Gattamelata, copia que ya estaba terminada cuando se sancionó la prohibición de salida. Luchando con decisión por los intereses uruguayos, la embajada había logrado que el gobierno italiano reconociese esa circunstancia y permitiese la salida de ese Gattamelata. Sólo que la precariedad de la autorización más algunas protestas explicables, la tornaban revocable en cualquier momento. Y además, Uruguay, pese a los arrestos de la embajada, no manifestaba desde aquí interés mayor en el rápido ni en el lento ni en ningún traslado. No llegaban los fondos, ni las instrucciones o lo que fueran, que permitiesen su embarque.

No sé qué día llegó finalmente el Gattamelata a Montevideo. No qué decir. Pero el contraalmirante había conseguido un diputado batllista y no aflojaba su garra, responsabilizándome a mí, al gobierno, al partido y a quien fuese. Acorto: de vuelta en Montevideo hice lo que había que hacer, precipitarme en el despacho de Luis Batlle, plantearle el tema y lograr que se moviese, (Luis Batlle tenía, entre otras peculiares finezas, la de tomar como cosa propia todo aquello que, representando un desinteresado propósito, fuera tomado como cosa propia por cualquier otro ser humano).

No sé qué día llegó finalmente el Gattamelata a Montevideo. No sé si fue antes o después de la derrota de noviembre de 1958. Pero al embajador Rivera Travieso y a su preocupación por nuestras cosas debe este país haberse alzado con la copia – ¿es una copia? – de la estatua que muchos consideran la más alta entre todas las ecuestres surgidas alguna vez del genio humano, en este caso, el genio de Donatello.

¿Es copia?

Cuando pregunto si es una copia – ¡claro que sí! – estoy aludiendo a una circunstancia especial, que no he visto señalada en parte alguna. Nosotros tenemos, por ejemplo, un David de Miguel Ángel. Pues bien:  se trata apenas de una copia de bronce porque el original – el inverosímil original, que está en la Academia de Florencia – es en mármol. Con toda su importancia y sus valores, este David montevideano (atrozmente pintado de negro por la Intendencia Municipal, en lo que propiamente se llama una mano de bleque), es apenas un oscuro, ya que no pálido, reflejo de la obra maestra surgida de las manos de Miguel Ángel.

Pero no es así en el caso del Gattamelata. En efecto: Donatello lo modeló para pasarlo a bronce. Esto es: entre la copia montevideana y el “original” que está en Padua, en la plaza frente a San Antonio – creo que es allí que está – no hay una diferencia insalvable. Realmente: no hay diferencia alguna. El original de la estatua, si por tal se entiende el que salió de las manos insuperadas de Donatello, lo tragaron los tiempos. Una traducción al bronce fundida en el siglo XV no es, en puridad de verdad, más “original” que una copia fundida, para montevideanos, en el siglo XX. Los dos son idénticos e intercanjeables ejemplares del Gattamelata único e ideal, quiero decir: el tesoro que tenemos aquí es más tesoro que el David. Es tan tesoro como el Gattamelata padovano.

Sólo que ¿dónde está?

Enigma

De todos los enigmas, el más hondo es el que plantea reiteradamente la capacidad humana para la irresponsabilidad. ¡La cara que hubiera puesto el contraalmirante Travieso si los italianos con los que peleó y discutió le hubiera dicho: “Mire ¡No insista más! El país de cafres de donde usted viene, si le damos la estatua, la tira y se olvida de ella!”

Fue lo que ocurrió. (En cambio pusimos una estatua a Lavalleja en Bomberos e hicimos una plaza multinacional de la Nacionalidad)

Entre las muchas vulgaridades que padezco, comparto con la mayoría civilizada de la humanidad una inagotable admiración por Donatello. No se trata, ni es el lugar de inventar teorías  a propósito de estatutaria. Pero es que es perfecto. Mejor: es que es de esos extrañisimos creadores que, después que hacen algo perfecto, todavía lo soplan como de adentro y le otorgan a la piedra, al bronce, a la raya o a la palabra, una condición espiritual que equivale a tomar toda la humanidad en la mano y acercarla un poquito hacia el cielo.

El David es magnífico. También el Colleoni, ahí, frente a la Facultad de Arquitectura. Pero el Gattamelata, absolutamente desprovisto de grandilocuencias, es lo que creo que nadie podría superar. Recuerdo que me gustaba visitarlo cuando estaba – como estuvo – como perdido  en el mar de todas las perfecciones, en esa esquina de la explanada sobre Santiago de Chile que era la montevideana versión de la plaza de San Antonio de Padua.

Hasta que desapareció. (Como el SODRE)

Muchas veces he preguntado, a mucha gente, por la gran estatua perdida por la inepcia, insensibilidad y la chatura de algo que Darío llamaría “errante, municipal y espeso”. Y que arrojó, desguazada en pedazos, la obra maestra a no se sabe dónde. Pero en algún muladar está. Y hay que encontrarla.

Unos dicen que está en una vieja estación de tranvías de la Avenida Agraciada, que es aquélla a la que después le pusieron del Libertador. Otros que no, que está en el Parque Batlle, en un depósito cercano a no sé qué ex zoológico de venados que alguna vez hubo.

No sé. Pero sé que he sido siempre contrario a la pena de muerte. Bueno: en este caso haría una excepción

Creo que si se localiza al responsable (o irresponsable) de este magnicidio cultural, siquiera por una vez, podría recurrirse a aquella vieja tradición, que diría Valle Inclán “tan romántica, tan militar, tan española de los fusilamientos”.

¿Cuánto tardará Montevideo en recuperar a su Gattamelata?

Y qué notable que vuelva, precisamente, junto con la libertad.”

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