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Fede Lagrotta

Historias y reflexiones de Uruguay

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Manuel Flores Mora – Maneco – Homenaje a Domingo Arena

En una librería de 18 de julio y ejido, encontré de manera casi casual en una estantería un libro que decía: “Manuel Flores Mora. República Oriental del Uruguay Cámara de Representantes”.

En una librería de 18 de julio y ejido, encontré de manera casi casual en una estantería un libro que decía: “Manuel Flores Mora. República Oriental del Uruguay Cámara de Representantes”.

Me sorprendió encontrar algo de alguien del que no sabia casi nada, salvo la sinapsis de Maneco = Colorado.

Buena suerte la mía de haber encontrado ese libro, decidí comprarlo, al acercarme al mostrador el vendedor me dice que la obra en total consta de tres tomos y no se vende por separado, bien dije, mejor aun, me lo llevo igual, a pesar del precio de unos 700 pesos.

Hace unos días se lo recordó en la asunción de la nueva cámara de representantes, ya que el dejo de existir un mismo día pero de 1985.

Ese mismo día, supe con que actualizar esto. Un suelto del diario Acción.

5 de mayo de 1964, diario ACCIÓN – TRES MOMENTOS DE ARENA.

 Hay generaciones enteras a las cuales se les va de entre las manos su pedazo de tiempo de historia, ocupadas en parecer importantes: funcionarios que si los dejaran se pondrían frac para inaugurar una alcantarilla entre discursos; hombres de esos que como campanas, gustan del bronce y se mueren por arrancar sonidos engolados desde el centro de la propia oquedad, cuyos ecos adoran.

 A mi, cómo negarlo, lo que más me gusta de Arena es que fue todo lo contrario. Y hasta pienso que si todavía, a tanto tiempo, su alma sigue viva en el ámbito del Partido, querida por generaciones que no la conocieron, es por esa virtud esencial de repudio para cuanto signifique solemnidad, virtud que viene a ser como el sello de fábrica de todo lo que es auténtico, verdadero y está vivo.

 En el reportaje que le hiciera Lorenzo Batlle Berres, y que ACCIÓN publicara ayer, Arena dice cómo nació su admiración por Batlle. ¡El discurso que nos hubieran endilgado otros! Arena, el inmenso Arena, nos entrega en cambio esta contestación imprevisible, desconcertante, infantil:

 “Mi admiración nació cuando lo vi en traje de baño…”

 ¡Batlle en traje de baño! Y esta contestación no la da un niño. La da un viejo lleno de laureles, al cabo de esa misma vida que junto con la de Batlle, emplearon uno y otro en cambiar la República, en levantarla hacia adelante, en ennoblecerla hacia dimensiones revolucionarias de la libertad, de la piedad, de la justicia.

 “Mi admiración nació cuando lo ví en traje de baño…” Si, como un niño que justificase su admiración por el Rey Arturo en el brillo de su armadura.

O mejor: como si el primero de la Tabla Redonda, por pudor de referirse a los dragones o a las murallas que derrumbaron juntos,  sólo dijese para justificar su amor por el Rey Arturo, que lo deslumbraba la manera que éste tenía para prender el broche de sus espuelas…

X X X

 Yo no puedo casi escribir sobre Arena porque siempre me ocurre lo mismo; siento como si él fuese a leer lo que de él uno escriba. Como si en vez de un artículo, fuese casi una carta. Y el obstáculo fundamental es que me imagino que Arena se ríe. Con bondad divertida, pero se ríe. Como si delante de aquella alma, a la cual no empañó jamás la sombra fósil de solemnidad ninguna, todos tuviéramos que comparecer en traje de baño. ¡Y sin ser Batlle!

 De cualquier manera, la anécdota es un buen comienzo para la más dispar amistad que haya unido entrañablemente a dos seres sobre esta tierra: la del nieto de catalán cuya aventura, como la de la piedra, consistía en sostenerlo todo sin torcerse ni inclinarse nunca, y la del italianito Arena que sobornó regalándole zapatos a un maestro de escuela de su Tacuarembó infantil, para conseguir los certificados con los cuales vencer aquí la puerta de la Universidad y seguir estudiando.

 Lo que no espero saber es si Batlle no terminó nunca de entender a Arena o si simplemente lo entendía de sobra y, adorándolo, si limitaba a atajarlo. Y no me refiero sólo a los enojos de Batlle porque Arena le comentaba las excelencias físicas de alguna señora. Me refiero, por ejemplo, a este otro episodio sin desperdicio, a este otro pasaje casi acariciador por su ternura, que Arena contó el 20 de octubre de 1931 en la Convención del Partido, y cuyo perfume no se extingue:

 “Hace tiempo, no recuerdo por qué, no pudiendo ver a Batlle en su cumpleaños, incurrí en la vulgaridad de mandarle por carta cuatro ternezas. Me contestó en el acto que era indigno de mí perder en trivialidades un tiempo que podía emplear útilmente en el bien del país”!

X X X

 Estas líneas, se comprende, no intentan el retrato de Arena. Menos aún su innecesaria apología. Se conformarían solamente si al pasar hubieran conseguido acariciar, rozar, sostener un segundo en el aire como si se pudiera sostener un aroma entre los dedos, algo de lo que era el timbre de estas almas: Arena, Batlle.

 Un momento pinta mejor a un hombre que todas sus campañas. Y ya he contado dos: el día del traje de baño en la playa, el día del cumpleaños y la carta. Me queda todavía otro.

Arena visita en el hospital a Batlle enfermo. Lo encuentra él mismo también, en “El Día” del 20 de octubre de 1930. Arena le habla de César y “no recuerdo cómo ni por qué, aludí a la actuación parlamentaria de su sobrino Luis, subrayándole que se estaba destacando tanto por su inteligencia como por su dedicación y energía. Me contestó muy complacido que aquello era natural y lo había esperado. Tanto él como sus hermanos, me dijo, salen al padre: “el pobre Luis era muy inteligente”

Arena tiene que irse a almorzar y por la tarde, a no sé qué espectáculo con su hermano. Antes, sin embargo, dará otra vuelta por el hospital, para ver a Batlle un momento. Batlle accede. Arena recoge sus palabras:

 ” A condición – me dijo – de que no me despierten si me encuentran dormido…”

 Arena se marcha pero vuelve antes aún de lo que él mismo había creído. No puedo despertarlo, porque Batlle estaba dormido para siempre. Ya en la cara de Marcos y en la del moreno Mendieta, lo supo. Y los abrazó sollozando.

 Una y otra vez, las palabras me siguen erizando “… no me despierten si me encuentran dormido”.

 Son las palabras últimas de Batlle. Por lo menos, las últimas que le escuchó el primero entre sus capitanes.

 Parecen hechas para iluminar el sueño de una estatua yacente. Son la despedida del guerrero. Son el reconocimiento de su largo y nunca delatado cansancio. Son como si dijera: “Ya lo hice todo.  Ahora quiero dormir”

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