Historia de un cigarro y un perdón – Manuel Flores Mora sobre el asesinato de Venancio Flores.
En la mañana del 19, hay visitas anónimas en la casa de Flores. Vienen a advertirle que hoy será muerto. Es como siempre, el siempre desoído “guárdate de los idus de marzo”. A las 2 de la tarde, un amigo al que mandó llamar, lo visita.

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En la mañana del 19, hay visitas anónimas en la casa de Flores. Vienen a advertirle que hoy será muerto. Es como siempre, el siempre desoído “guárdate de los idus de marzo”. A las 2 de la tarde, un amigo al que mandó llamar, lo visita. Este amigo recibe de él un cigarro habano. La hija de Venancio recordará después que pertenece a una caja que otra persona, cuyo nombre no recuerda, le había obsequiado a Flores a fin de año.
El amigo sale de la casa de Flores con el cigarro encendido en los labios. Cinco cuadras después entra en un bar. Oye gritos. Mira correr hombres por la acera. ¿Qué ocurre? “¡Han asesinado al General Flores!” es el grito. Se ríe. “Es mentira. Lo acabo de dejar. Este cigarro lo prendí delante de él”.
Pero no es mentira. Venancio Flores, el cadáver de Venancio Flores, yace en la vereda de la calle Rincón, cosido a puñaladas por la espalda, cuando se bajaba del coche a pelear por su vida y no lo dejaron ni darse vuelta para darle – una vez más – la cara a la muerte, mil veces desafiada, desde los días lejanos de Rincón, de Sarandí, de las Misiones. En la vereda de enfrente, jugaba un niño, de apellido Obiol.
Su hijo Segundo (Secundino lo llama Maillefer…) alcanzó a verlo con vida. Pero sin habla. El cura Souberbielle que pasaba (Juan Manuel Blanes los imaginó, Juan Manuel Blanes los pintó muchos años más tarde) se inclinó sobre el cuerpo, la cara, la barba moribundos. Le preguntó si perdonaba a quienes lo acababan de asesinar. Contestó con el gesto que sí.
Lo único nuevo era la muerte. El perdón era viejo. Tiempo antes había perdonado a los que le pusieron la bomba en el Fuerte, que quedaron libres.
Tradición de clemencia. Vieja tradición artiguista. Tradición de Rivera. Tradición de Batlle y Ordóñez, que décadas después (no tantas…) recomendaba a gritos que no le tocaran un pelo al prisionero que arrojara otra bomba al paso de su carruaje. Y a quien visitó esa noche, y convenció. Y que murió después, casi centenario, en Minas, juntándole votos.
Ese “los perdono” sin palabras de la cara barbada y moribunda del caudillo, era sólo repetir, como en la proclama con que invadiera el país cinco años antes, aquella recomendación a los suyos: “No olvidéis que peleáis contra hermanos y que sólo son enemigos los que os enfrenten con las armas en la mano”.
Su propio hijo Eduardo – a quien Maillefer mezcla e identifica con el enloquecido Fortunato- escribirá sólo seis años más tarde aquello de “padre adorado, a tus asesinos, tus hijos los hemos perdonado en tu nombre”.
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