¿Cómo será José Artigas en el día de mañana? – Manuel Flores Mora – Diario Acción
Alguna vez llegará a los pueblos la hora de averiguar qué es lo que hay detrás de la palabra “héroe”

Diario Acción, 18 de junio de 1953*
¿Cómo será José Artigas en el día de mañana? – Manuel Flores Mora
1 – Alguna vez llegará a los pueblos la hora de averiguar qué es lo que hay detrás de la palabra “héroe”: la hora de buscar, dejando de lado a Artigas y a Lincoln, a Bolívar y a San Martín, qué es lo que tienen en común y qué es lo que hace de todos ellos otros tantos “héroes”, resplandecientes ante la posteridad… Muchas veces los monumentos no son sino una forma de olvido, como los discursos y como las conmemoraciones. Y la condición de “héroe” no es sino el manto, tejido de adjetivos convencionales y de conceptos retóricos, que las sociedades echan encima de sus grandes hombres para taparlos y sacárselos de la vista.
La verdad es que ello tiene su explicación, porque todo héroe auténtico, toda figura moral y humana, es, sobre todas las cosas, una responsabilidad fundamental y un definitivo compromiso de lealtad con las grandes acciones que acometió o con las grandes ideas que simbolizó. Así, por ejemplo, Lincoln es un hombre que nos está obligando a ser buenos con los negros, y Artigas un hombre cuya sola presencia en el tiempo puede constreñirnos mañana, tan fuertemente como si fuéramos gauchos de 1811, a empuñar las armas y a entregarlo y sacrificarlo todo en aras de la libertad nacional. Los grandes héroes pueden ser terriblemente incómodos a veces. Y por eso las sociedades tienen sólo dos maneras de tratarlos: taparlos con un monumento y una lápida, o “vivirlos” en una diaria y permanente veneración.
La más hermosa y conmovedora demostración de que Artigas, el hombre admirable de nuestra patria vieja, sigue vivo en la memoria de los orientales, no es sin duda esa gran figura a caballo que campea en la Plaza Independencia. No… Hace tres años, cuando se cumplió el centenario de su muerte, y el pueblo salió a contemplar en silencio el desfile de su urna por las calles, todos supimos que todos, sin habérnoslo dicho jamás, sentíamos en el fondo de todas nuestras diferencias, aquella gran herencia común del alma de Artigas. Bajo la lluvia y sin que una sola exclamación turbase el hondo pensamiento del pueblo, el Uruguay entero se recogió un momento para que desde el fondo del tiempo, la gran alma viva de Artigas subiese, sin palabras, hacia todos nosotros.
2 – Y entonces viene la pregunta clave: ¿qué fué, qué es, qué hizo, qué representa ese nombre y ese hombre? ¿Cuál es el secreto de que baste sacar sus huesos del sepulcro y pasearlos lentamente por las calles, bajo la lluvia, para que todos nos pongamos de acuerdo y nos recojamos dentro de nosotros mismos, en una comunión que ningún otro hombre ni ninguna otra cosa lograrían?
Cuando uno estudia las grandes figuras de la historia, esas que han sido admiradas sin pausa a través de los tiempos, es fácil advertir cómo, en la realidad, y detrás de la pantalla de un solo nombre – Homero, Julio César, Corazón de León o San Luis – las sociedades han admirado en cada uno de ellos, una colección de hombres diferentes. Así, por ejemplo, entre el Artigas que admiró Acevedo Díaz a fines del pasado siglo y el Artigas que admiramos hoy, media una distancia de abismo. Cada sociedad hace a sus héroes a su imagen y semejanza, convirtiéndolos en símbolos de los valores que ella más estima y respeta. Y Artigas, que fue el “héroe republicano” por excelencia pasa con el tiempo a ser el “héroe democrático” que es hoy, como será mañana, fundamentalmente, el “héroe de la justicia”. No es sólo que no pudieran conocerse algunos documentos hace ochenta o cien años. Es que para los hombres de hace un siglo la dimensión más grande de Artigas – héroe de la nación y la república – era aquella que lo llevó a decir, por ejemplo “que amaba demasiado a su patria para venderla al bajo precio de la necesidad”.
Cincuenta años más tarde, Artigas, el mayor Artigas, es el de los Congresos de Abril. El que declara ante los representantes del pueblo que su voluntad “emana de vosotros y cesa ante vuestra presencia soberana”.
Mañana, sin que se pierda la admiración por esas grandes facetas del héroe de la nación, de la república y de la democracia, sentiremos como al Artigas más nuestro, a aquel que repartió las tierras entre todos “como prevención que los más infelices serán los más privilegiados”. El que agregó: “En consecuencia los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados en suertes de estancia si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad y la de la Provincia”
Hoy mismo, si un gran artista quisiese recoger en las páginas de una novela o de un drama la gran figura del primer Jefe de los Orientales, no retrataría sin duda, como Acevedo Díaz, al Artigas de Las Piedras. Y no nos dejaría, con trazos imborrables, la imagen esa que campea en Ismael, del repúblico sereno cuya frente despejada y cuyo perfil de romano apuntan hacia la libertad política y hacia la independencia nacional. No sería ya un Artigas que pudo pelear en las Termópilas.
El monumento de la plaza, el retrato de Blanes y el Artigas – admirable también – de las novelas de Acevedo Díaz, está demasiado pegado todavía a su uniforme de general. Basta verlos para sentir que hay un ejército detrás y una fuerza que jugará su destino a la suerte de las batallas.
De esa crisálida formidable ha salido sin embargo, en el correr de unos pocos años, y a poco que las investigaciones pacientes se han añadido a una jerarquización de valores distinta a la de ayer, otro Artigas más grande todavía: el del pueblo, el de los indios y los negros, el de los paisanos pobres y el de los criollos que no tenían, en las últimas campañas, mas abrigo que un cuero de vacuno y una fogata prendida en la desnudez del campo. Al gran Artigas de la guerra se agrega el gran Artigas de la paz, y el héroe incursionado de la libertad se agranda e ilumina con el héroe de la justicia y del amor común.
En 1953, las Termópilas, que fueron un día la proeza mayor de la historia humana, apenas si pueden compararse a la flor disecada que conserva apenas la sombra de su forma dentro de las páginas de un libro. La historia, en cambio, de los comuneros españoles – traidores hasta hace poco rato – tiene hoy todo el vigor de las flores todavía enriquecidas por el rocío y por el perfume vivo del aire.
El Artigas que todos queremos más -el Artigas que a mí me sigue erizando en su grandeza – es en cambio de la estirpe de los que no se agotan. Atrás de esa acerada cara aragonesa y de esa alma que parece arrancada de una de las páginas de la “Zaragoza” de Galdós, cara que se endureció ante las tiranías y desafió sin vacilar, en defensa de las libertades, todas las fuerzas que se opusieron, se vuelve hacia el pueblo que lo sigue, esa otra cara que todo lo explica: la del condolido, la del que ama, la del que sufre por los otros.
Para decirlo con las palabras que usa el pueblo, diríamos que “hay Artigas para rato…” en los primeros escenarios de la veneración histórica.
Cuando hasta el último eco del último fragor de una batalla haya desaparecido de este mundo, cuando no queden uniformes ni balas ni espadones, todavía seguirá mereciendo pedestales y silencios aquel hombre prodigioso para el cual el pueblo era una sola presencia doliente, desde abajo arriba, a la cual había que servir por sobre todas las demás cosas.
En 1826, años después de su emigración al Paraguay, un militar santafecino acuerda con otros la invasión de la capital de aquella provincia. Todos deben atacarle el día tal. De acuerdo al plan, ese militar va a entrar por el norte de la ciudad, a la cabeza de los indios sublevados.
Pero el día anterior al ataque, los indios penetran desarmados en Santa Fe conduciendo maniatado a quien debía comandarlos, según el complot, al día siguiente. Lo entregan a las autoridades y salvan la ciudad, poniéndola sobre aviso. Y explican su actitud con estas palabras: “Estos hombres fueron los que derrotaron a Artigas… Y como Artigas era nuestro padre, nosotros traemos maniatados a estos hombres…”
Tal vez nos falte todavía otro siglo más para admirar en toda la medida que merece a este padre de pueblos, cuya actuación histórica y cuya titánica lucha sólo puede explicarse en el amor con que miró siempre a sus semejantes.
*Extracto textual de: República Oriental del Uruguay. Cámara de Representantes,1986, Manuel Flores Mora – Maneco – Tomo I pp 99:94 -, Montevideo, Uruguay, Cámara de Representantes.
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