Una nota escrita para el centenario de Eduardo Acevedo Díaz – MANUEL FLORES MORA – SEMANARIO M
“De Acevedo Díaz diré que si le hube olvidado fue por culpa de la especial vida política de su país…” Rubén Darío.

“De Acevedo Díaz diré que si le hube olvidado fue por culpa de la especial vida política de su país…” Rubén Darío.
Eduardo Acevedo Díaz, de cuyo nacimiento en la Unión se cumple hoy un siglo, murió hace treinta años en Buenos Aires. Pocas horas antes de su entierro, sus hijos encontraron en la billetera que llevaba siempre consigo, una hoja de papel que contenía sus últimos deseos.
Fechado el 23 de julio de 1919, decía el papel entre otras cosas: “Si el gobierno uruguayo, o cualquier corporación civil, me hiciera el honor de solicitar el repatrío de mis despojos, mis deudos, espero, lo agradecerán profundamente; pero les ruego se dignen declinarlo y manifestar que, por razones que deseo llevar a la tumba, es una de mis últimas voluntades que dichos restos descansen en la tierra argentina, que tanto he amado, patria de mi esposa y de todos mis hijos, y que de ella no sean removidos jamás”
Añadía además que “dicho sepelio se realizará sin ceremonia alguna religiosa o civil” y que “si cuando éste ocurriera conservara yo cargo diplomático, queda entendido que renuncio en absoluto a los honores fúnebres de cualquier clase que fueren, o que por el ritual pudieran corresponderme”.
La causa de ese deseo, de esa sed inextinguible de olvido hay que buscarla, como la omisión de que se culpaba Rubén Darío al no haberlo nombrado entre los primeros novelistas de América “en la especial vida política de su país”, como el mismo Darío había dicho.
De todos modos, y puesto que estamos hablando de su tumba y de la expatriación que el quiso que lo siguiera hasta en ella, no está demás decir que si hay en toda nuestra historia algunos huesos que descansan verdaderamente en paz, ellos son los de Acevedo Díaz. Tan en paz, tan con la conciencia tranquila y dormida, ahora sí para siempre, cuanto pudieran estarlo los del propio Artigas.
En un país que ha ido perdiendo muchas de sus principales virtudes, sin haber perdido por ello ninguno de sus grandes defectos, Acevedo Díaz es y será siempre excepcional. Representaba una austeridad y un coraje en ella, de que no ofrece demasiados ejemplos nuestra historia. Y está en el número de los poquísimos que como Artigas, como Batlle y Ordóñez, tuvieron en el principio de todas sus actitudes un sentimiento doloroso y hondo del país, una conciencia casi diría terrible, de las miserias morales y materiales de su permanente naufragio. A la vez que una responsabilidad personal por la posible redención.
“Son muchas las veces que mi caballo – dice el propio Acevedo Díaz, en carta a Aureliano Rodríguez Larreta – ha arrastrado el barril del agua, para saciar la sed de los menesterosos, en tiempo sin moral, sin ley y sin justicia”.
Esa moral, esa ley y esa justicia de un país que no las tenía en absoluto fueron las aplicadas, en una hora histórica, al propio Acevedo Díaz. Y en vano, por cierto. Porque no consiguieron apartarlo de su línea, ni impedir, cuando llegó la hora, que cumpliera mediante el sacrificio más absoluto de su vida pública, el que era deber de su conciencia.
Todos sabemos que Miguel de Unamuno era un señor a quien España “le dolía” como un mal personal. ¿Verdad que no es fácil encontrar a un uruguayo a quien el Uruguay “le haya dolido” así, personalmente? Pues bien: Acevedo Díaz es uno de ellos. Además, en una tierra donde el culto del coraje físico ha sido siempre artículo de dogma y de exhibición permanente, tanto en las cuchillas, como en las calles oscuras, como en los boliches, Eduardo Acevedo Díaz puede ser paradigma no solo de ese, para el que todos nos tenemos confianza, sino del otro, de que estuvimos siempre y seguimos estando tan escasos: el coraje moral.
Acevedo Díaz era uno de esos hombres contados, que en las perores polémicas sacaba a relucir “su conciencia”, y la hacía valer citándola como quien cita el artículo 7 de la Constitución o el compromiso suscrito en escritura pública, la semana pasada. Toda la vida pública de Acevedo Díaz no parece sino su lucha con el resto del país para que el resto del país le cumpliese un pacto o contrato firmado con él antes de que él naciera. Pacto con el cual, el Uruguay entero se comprometía a permitirle a Acevedo Días, contra viento y marea y por sobre todas las cosas, regirse en todo momento por los dictados de su propia conciencia.
Cuando en los días históricos que precedieron a la primera elección de José Batlle y Ordoñez, el país entero (blancos más colorados, parlamentarios más caudillos) quisieron hacer tomar a Acevedo Díaz otro rumbo, Acevedo Díaz le impuso al país el de su razón y el de su derecho. Y aunque el país no lo termina de perdonar, es la verdad que por exclusivo coraje de aquel hombre único, el Uruguay cambió en cierto modo para siempre, y se puso, hasta hoy, en el camino de sus cosas mejores y de sus transformaciones más hondas.
Ese era Eduardo Acevedo Díaz, cuyo caballo arrastraba el barril del agua para los menesterosos en tiempos sin moral, sin ley y sin justicia. Además – importa subrayar el además -, Acevedo Díaz fue la figura cumbre de nuestro periodismo, uno de nuestros más notables oradores y, sin disputa, una de los dos o tres grandes escritores del país y uno de los mayores novelista de América.
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