Discurso de Domingo Arena en homenaje a los que levantaron el Palacio Legislativo.
Sr. Presidente:

Sr. Presidente:
Creo que la Honorable Cámara no debe iniciar sus sesiones en el nuevo reciento, sin consagrar con algunas palabras justicieras, la labor de los que le han dado tan magnífico escenario, máxime desde que el acto inaugural del Palacio, por lo mismo que fue precipitado, resultó muy deficiente a aquel respecto. Para el historiador futuro que se documentara en la crónica de aquella ceremonia, el gran Palacio aparecería como surgido por generación espontánea, algo así como una gran concreción artística por fortuna magnífica, brotada en el país por arte de encantamiento. Y como ello no es cierto, desde que la obra ha tenido, como forzosamente hubo de tener, iniciadores, impulsadores y ejecutadores, me parece justo aprovechar esta solemnidad, para salvar las principales omisiones cometidas.
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También se ha olvidado en la ceremonia inaugural el papel preponderante que el Batllismo ha ejercido en la realización de la magna empresa, y ese olvido voy a tratar de repararlo, aunque tenga que recurrir a la justicia hecha por mano propia, que se vuelve legítima defensa cuando se enfrenta con la flagrante injusticia. Porque injustica muy flagrante y muy notoria fue no hablar del Batllismo en el acto referido, desde que es indiscutible que la providencia, o el destino, a él acaso – désele el nombre que se quiera a la fuerza misteriosa que gobierna la marcha del mundo – lo vincularon de una manera muy marcada a los episodios realmente trascendentales de la magna constricción.
Fue Batlle, en efecto, presidente de la primera Comisión del Palacio, quien se empeño en obtener, y obtuvo, que el edificio se arrancase del modesto solar que la ley le había asignado frente a la iglesia de la Aguada, un poco por el santo horror que le inspiraba la vecindad eclesiástica, pero por sobre todo para ubicarlo ampliamente, en términos de darle a Montevideo un nuevo centro, sin desorbitar el que ya tenía, con la clara visión de que esos grandes organismos que forman las ciudades que están destinadas a vivir siempre y crecer indefinidamente, necesitan de muchos centros vitales para alcanzar su pleno desarrollo. Fue Batlle, ya Presidente de la República, a raíz del fin de nuestra última guerra fratricida, y como si quisiera sellar con un acto singularísimo la clausura de nuestro ciclo sangriento, quien colocó la piedra fundamental; fecunda simiente que veinte años después habría de fructificar en esta maravilla. Fue también Batlle, apenas iniciada su segunda presidencia, quien impuso la primera gran ampliación de las obras, y el despejo de sus cercanías para darle aire y perspectiva, y fue todavía él quien impuso poco después el mármol, y no cualquier mármol, sino el del país, cuya problemática existencia entonces apenas se presentía. (…) Fueron, en fin, los batllistas, quienes impusieron siempre, quienes votaron todos los fondos que se requirieron para que la empresa culminase en todo su esplendor, y fueron ellos, siempre ellos los que levantaron en masa para detener y repeler las diatribas que quisieron empañarla o disminuirla. Se comprende, pues, que el Batllismo mire este palacio como cosa suya, y que lo considere como símbolo materializado de toda su obra: firmemente cimentada, sólida, amplia, bella, armoniosa, fielmente orientada hacia todas las perfecciones que puede depararle el porvenir.
Al llegar aquí debo apresurarme a expresar que el Batllismo, aunque encantado con el Palacio, no está todavía completamente satisfecho de él. Considera que la gran obra, para ser la perfecta realización de su ensueño, debe ser completada, pulida, purificada. Es necesario, en su concepto, que lenta pero metódicamente e incesantemente, y muy honradamente, se vaya realizando cuanto se ha concebido y pueda concebirse siempre que redunde en aumento de gracia y de majestad.
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Se comprende la unánime satisfacción popular que ha producido la inauguración del monumental palacio. Es que el monumento, para los pueblos maduros, concluye por ser una necesidad espiritual, una verdadera aspiración del alma colectiva, algo así como la satisfacción de esa ansia de supervivencia y de perpetuidad que germina en lo más hondo de los seres. Lo que el poeta, tal vez sin quererlo, instintivamente, persigue en el poema, lo que el escultor persigue en la estatua y el pintor en el cuadro, el pueblo lo persigue en el monumento. Es que sabe que mientras los hombres mueren, las bibliotecas se dispersan, las instituciones se transforman, los monumentos se mantienen erguidos, proclamando por los siglos de los siglos la idiosincrasia de quienes los construyeron.
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Pero nuestro Palacio no sólo satisface vagas aunque efectivas ansias populares, sino que reporta bienes reales y actuales para el mismo pueblo de quien principalmente es obra, y cuyos intereses morales y materiales está llamado en primer término a contemplar. Su gran masa, implantada en el corazón de la capital, en plena luz, visible a distancia, es una magnífica obra artística soberbiamente hipertrofiada para el fomento de la cultura popular, que ofrece a toda hora y al aire libre la acción educadora perseguida hasta ayer en los ambientes limitados y difíciles de alcanzar de los museos de arte. Materializa tan vivamente el concepto de la soberanía del pueblo que ha de avivar, forzosamente, la adormecida conciencia de las masas, recordándoles que en una República de verdad, como es la nuestra, con solo votar bien, podrían hacerse dueñas de sus destinos. Accesible siempre, para todo el mundo, dará la visión real, de que por lo menos la igualdad civil es un hecho definitivamente alcanzado por nuestro pueblo, y que con un poco de cultura, y otro poco de suerte, se pueden conquistar todas las posiciones, pártase de donde se parta.
Esa misma suntuosidad, que ha parecido un derroche a los retrógrados sirve para enaltecernos como altruistas, ya que hicimos un sacrificio económico superior – heroísmo a su manera – para alojar dignamente a lo mejor de las generaciones futuras, o sea a los llamados a modelar en leyes sabias, el bienestar y la elevación moral del pueblo.
Y hasta espero que las características del Palacio ejerzan una acción beneficia sobre nuestras propias deliberaciones. Si es verdad que se piensa más alto en la cumbre de las montañas, y más sereno en la costa del mar, es imposible que no se piense en mejor medio de estas magnificencias. No espero, ni debe esperarse, que las armonías arquitectónicas derramadas a nuestro alrededor puedan hacernos mas sabios, pero espero que por lo menos nos hagan más sobrios, más serenos, más justos y sobre todo mas humanos, lo que aunque solo alcanzase en parte, ya justificaría suficientemente los sacrificios que nos ha impuesto la construcción de esta maravilla.
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